Por Pablo Cicero Alonzo, escritor y periodista
En estos días de arsenales, de molotovs y de ojivas, mi única defensa es mi pluma; mi fusil, mi estilete. Y vaya que sé usarla. He escrito con ella, en diversos papeles, sobre desfalcos y fraudes; he descrito golpizas, condenado desvíos, excesos y desvaríos. Y con esa misma tinta rayo estas páginas.
He sido testigo de la caída y auge de una ciudad, mi ciudad. La vi languidecer en la tóxica superficialidad de Angélica Araujo, para quien el dinero público era suyo y sólo servía para satisfacer sus caprichos, como conocer a Shakira. Años oscuros con el ascenso de una cofradía mafiosa que hace palidecer cualquier denuncia actual y que se repartió la ciudad como si fuera una tarta, aplastando, con esas aplanadoras que son los puños de los matarifes, la voluntad de los ciudadanos.
Mérida, mi Mérida, fue entonces sólo el triste espejo de lo que pasaba en el resto de Yucatán, capitaneado temerariamente por Ivonne Ortega Pacheco. Rodeada por una patética corte que enloqueció con el poder, hizo naufragar a todos los yucatecos en el ridículo y en la deuda.
Tuvieron que pasar varios años para que sintiera de nuevo el latir del lugar donde nací, que dejó de ser Calcuta para recobrar el nombre, que también se lo habían robado. En estos años nacieron mis hijas, dirigí periódicos, aquí y allá, en la lontananza de la imaginación, enterré a maestros y continué un sueño, que se ha convertido en el sueño de muchos y, espero, igual en la pesadilla. Mi pluma, en esa edad oscura que aún sufro en las tardes tropicales húmedas, como si fuera una herida de bala, poco pudo hacer. Y eso que lo intenté. Y mucho. Pero perdí la batalla y fue entonces cuando llegó el exilio, la distancia.
Hoy, cuando mi barba ya es más blanca que negra, cuando mis manos saben qué es acariciar carne de tu carne; cuando mi estómago tiene callos por las mariposas, el ron y los venenos, esa pluma no podía limitarse al lienzo en el que solía moverse como pez en el agua.
No puedo permitir que la ciudad, mi ciudad; que la ciudad de mis hijas caiga de nuevo en manos de ese voraz grupo, ejidófago y falsarios. Yucatán y su capital no pueden ser de nuevo rehén de Ivonne Ortega Pacheco. Y eso es precisamente lo que pasará si gana Mauricio Sahuí Rivero, quien por más que lo niegue sigue siendo el pinche de la cocina del galeón corsario capitaneado por ella. Ya no sólo lo hago por mí.
A Sahuí Rivero lo conozco: es sólo un pequeño engrane de esa maquinaria que se mueve aceitada por el resentimiento de los que lo tienen todo pero quieren más. Frívolo, que presume de su formación en escuelas públicas pero que opta por la escuela más elitista —más no de calidad— de Yucatán para sus hijos; él, por su parte, hijo de padres maestros pero que no se tentó para votar contra ellos, incongruente, furibundo e iracundo. Que pide disculpas de dientes para afuera, aun cuando el odio a quienes él considera sus enemigos aún lo carcome. Y sí, en esa extraña mezcolanza de pseudoideologías de Sahuí, en la que coinciden libros de autoayuda, parafernalia fascista y tonchos biográficos del Che, desdeña a los empresarios, a los que en el inicio pidió perdón a regañadientes; el pensamiento y la postura del candidato de Ivonne Ortega son una “copa de nada”. La principal característica de estas personas, a las que mi pluma persigue como si fuera un perro callejero y ellas las llantas de un auto, es la facilidad para mentir.
A Sahuí Rivero no le costó renegar de Ivonne Ortega, y a ella tampoco le importó. El fin, coinciden, justifica el cómo. Si perdí la batalla anterior, ésta no la perderé. Y estoy seguro que la libro en la trinchera correcta, junto a un grupo encabezado por alguien que hace posibles las cosas, que recuperó la ciudad, mi ciudad y la de mis hijas, de la que estoy más orgulloso que nunca. Mi pluma no ha escrito mentira alguna en esta guerra, no lo necesito. Sólo con las balas de la verdad ya están fríos. Mañana, 1 de julio, votaré por Mauricio Vila Dosal.– P.C.A.– Mérida, 30 de junio de 2018..