Por Juan Carlos Faller Menéndez
El Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) trata sobre los derechos de los pueblos indígenas y tribales en países independientes. Entró en vigor en noviembre de 1990, dos meses después de que un segundo país miembro de la ONU lo ratificara (México, después de Noruega). Desde entonces se estableció que las consultas a los pueblos originarios deben basarse en cuatro puntos: 1) Deben ser previas a los hechos; 2) Deben ser libres (sin presiones de “tiempos de inversión” ni “ventanas de oportunidad” ni ese tipo de correteos); 3) Deben ser informadas (con los mejores datos y explicaciones posibles y veraces), y 4) Deben ser hechas mediante procedimientos culturalmente adecuados (por ejemplo, y para empezar, en el idioma materno de los consultados).
Teniendo como requisito la buena fe de todos los involucrados, el objetivo de una consulta debe ser el consentimiento (o el rechazo) libre, previo e informado por parte de las comunidades indígenas sobre los planes y proyectos que les conciernen.
A la luz de lo anterior, es claro que en el proceso para el establecimiento del Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán (ASPY) nunca hubo una consulta indígena que cumpliera la norma internacional, y es por ello que los mayas ganaron el juicio de amparo que ha anulado dicho acuerdo e impuesto la obligación de reponer el procedimiento.
Paralelo al proceso de elaboración del (hoy defenestrado) ASPY, y en aparente consonancia con él, se dio el impulso al establecimiento de decenas de parques eólicos y solares en Yucatán, pero se hizo de un modo irregular, violando la Ley de Transición Energética (LTE, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 24 de diciembre de 2015), que en su artículo 14, fracción XIII, obliga a la Secretaría de Energía (Sener) a elaborar “en coordinación con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, la Secretaría de Salud, la SEMARNAT y la Comisión Reguladora de Energía (CRE), una metodología para valorar las externalidades”, entendidas éstas como “los impactos positivos o negativos que genera la provisión de un bien o servicio y que afectan o que pudieran afectar a una tercera persona”. Las externalidades “ocurren cuando el costo pagado por un bien o servicio es diferente del costo total de los daños y beneficios en términos económicos, sociales, ambientales y a la salud, que involucran su producción y consumo” (artículo 3, fracción XIX de la LTE).
Dicha metodología, que debió haberse elaborado por ley antes de la aprobación de los parques eólicos y solares, es algo que en el ámbito internacional se conoce como Evaluación Ambiental Estratégica (EAE), y debería cumplir con los siguientes principios orientadores (según un documento de la misma Comisión Federal de Electricidad, elaborado en mayo de 2011):
- Promover el desarrollo de proyectos con una visión estratégica y una perspectiva amplia en relación a las cuestiones sociales y ambientales, en un marco de sustentabilidad;
- Asegurar la integración de las cuestiones ambientales y sociales en el proceso de decisión, mientras las opciones aún están en discusión;
- Detectar riesgos y oportunidades para el desarrollo de los proyectos eléctricos; y
- Promover procesos participativos y transparentes que envuelvan a todos los agentes relevantes.
En relación con lo anterior, en abril de 2017 (hace más de un año), los especialistas de Articulación de Energía Sustentable de Yucatán (que es un colectivo conformado por miembros de la sociedad civil, comunidades locales, pueblos mayas, organizaciones sociales, así como académicos, estudiantes, consultores legales y ambientales de Yucatán) advirtieron que en el proceso de consulta y análisis de los parques eólicos y solares se había “oscurecido el acceso a la información sobre los impactos socio-ambientales de estos proyectos”, se usaron “esquemas poco transparentes [que] alejan a la población local y a la sociedad civil de la discusión y la toma de decisiones en un tema tan importante como el aprovechamiento de los recursos naturales”, y que “no existe un diagnóstico profundo e integral sobre el sector, que tome en cuenta también las externalidades como los impactos al medio ambiente y a las comunidades”. Y más aún: “Los proyectos que se han presentado en la Península de Yucatán sistemáticamente carecen de la mejor información disponible, pues no evalúan los impactos acumulativos, ni resultan de una Evaluación Ambiental Estratégica que revise la totalidad de los proyectos”.
En cuanto a esto último, por ejemplo, no es lo mismo considerar una Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) de un solo parque eólico como si fuere a ser el único a instalarse en la costa norte de Yucatán (así fueron hechas –y aprobadas– esas MIA), que considerar en su conjunto los más de 10 parques “autorizados” (con una vida útil de al menos 30 años) a lo largo y ancho de rutas vitales para más de 200 especies de aves migratorias y otras locales (como el flamenco, que es nómada en la costa norte de Yucatán, y varias especies de murciélagos).
A lo que hace más de un año advirtió el colectivo Articulación de Energía Sustentable de Yucatán, se oponía hasta hace poco un optimismo (bastante infundado por lo visto) de la Secretaría de Fomento Económico de Yucatán (Sefoe), que insistía en que el saliente gobernador, Lic. Rolando Zapata Bello, tendría el dudoso honor de inaugurar próximamente los parques de “energía verde” erigidos sobre la ilegalidad.
De igual manera, frente a esas advertencias y observaciones de hace más de un año sigue oponiéndose el estridente silencio de varias instituciones (como la UADY, la Universidad Marista, Pronatura Península de Yucatán, The Nature Conservancy y la Fundación Pedro y Elena Hernández) que, por su naturaleza y supuesto compromiso con la sociedad, deberían haber levantado la voz ante tanta irregularidad. ¿Acaso hay pactos de confidencialidad (personales o institucionales) con las empresas eólicas y solares? ¿Habrán recibido donaciones jugosas (o no tanto) de ellas, imposibles de devolver, o firmado convenios de colaboración que las atan irremediablemente a los inversionistas?
Sea como fuera, y aunque algo tarde, aún es tiempo para que las instituciones hoy silenciosas resuelvan los conflictos éticos y morales en los que están envueltas, y expresen finalmente una posición que las redima y dignifique.
También hay tiempo aún para que los firmantes del ASPY se pongan de acuerdo para convocarse y poder ser (aunque sea por una sola vez) lo que el titular de la Seduma dijo que dicho acuerdo podría ser: un instrumento para oponerse a los absurdos e ilegalidades del gobierno federal. ¿Será capaz el ASPY de entonar, como el cisne de los griegos, un canto de despedida digno?.– J.C.F.M, 31 de agosto de 2018. Mail [email protected]