Bacalar en la memoria, Bacalar en la historia

Por GILBERTO AVILEZ Tax, doctor en Historia de Yucatán

Vista aérea del fuerte de Bacalar

Vista aérea del fuerte de Bacalar

Y en ella me habla la historia, de mayas y españoles
Que admiraron tus colores, de tus aguas sin igual

Soy de tierras adentro de esta Península hechizada. No me gustan las costas ni los lugares con agua, apenas soporto la humedad de un brocal de pozo antiguo, pero he vivido un tercio de mi vida, cercano a una bahía de aguas moribundas, y a escasos veinte minutos en coche de un mar sin olas, Progreso.

Hace mucho tiempo, cuando mi padre viajaba a Chetumal, él traía, al regreso, las chivitas de Bacalar. A Bacalar lo conocí por sus chivitas. El Mayab, ese autobús no sé si extinto, que me traía de vuelta a la casa de mis mayores, siempre pasaba por ese pueblo desconocido para un taciturno estudiante de derecho.

Cuando leí La Guerra de Castas de Nelson Reed, unas imágenes de Bacalar se me quedaron grabadas en mi mente para siempre, y era la de un pueblo fantasma que Reed conoció en los años 1940, comido todavía por la selva. Años después tuve la oportunidad de estudiar detenidamente los documentos de Bacalar del siglo XIX, propiamente, del Bacalar como atalaya de las huestes santacruceñas que comerciaban con los ingleses al sur del Hondo, y entrado el siglo XX, de quedarme asombrado, trabajando informes de las comisiones científicas que visitaron Bacalar y tomaron algunas fotografías de ese pueblo recién repoblado por chicleros, militares, putas, y cuantimás trota selvas.

Bacalar tiene una larga historia, y recientemente, un colonialista amigo mío, me contó la especie de que el original Bacalar no era ese que está actualmente frente a la laguna, sino que el actual es un segundo Bacalar creado después del despoblamiento del primero, a causa de la guerra entre españoles, mayas “pudzanes”. y los merodeadores ingleses, allá en el lejano siglo XVII.

Imagino que los fantasmas del primer Bacalar otorgaron una maldición, desde ultratumba, a los hombres y mujeres del segundo Bacalar que, hasta ahora, uno no puede entender sino por indicios.

Lo que quiero decir es que nunca conocí a un pueblo tan admirable como Bacalar. Como dicen sus ombliguistas y chauvinistas ciudadanos de este segundo Bacalar, todo en él es un paraíso, pues se trata de la capital del mundo mundial, la Atenas del Caribe mexicano, como me dijo, convencida, una farmacéutica y como me refrendó un conocido cacique priísta de ese pueblo.

Es tanta la belleza de Bacalar, que los estromatolitos decidieron aparecer ahí hace varias eras geológicas, antes de que el mono bacalareño fuera un simple renacuajo. Todo en él es desaforado, un paraíso donde sus sureñas, “bellas caribeñas”, mulatas y de estirpes chilangas, hijas de colonos y yucatecas, veracruzanas y tórridas tabasqueñas, “Gordas y flaquitas, altas y bajitas”, todas son bellas flores del lindo Bacalar.

No tengo que decir que la condición bacalareña es fiestera, bullanguera, chacotera y tiende mucho, demasiado, a exacerbar los ánimos etnocéntricos de todas las especies humanas reunidas en ese punto exótico de la Península. Ellos son etnocéntricos aún a pesar de ser universales en su amor tropical. Bebedores incansables de cerveza, se asemejan a alemanes en su manera ruidosa de celebrar el ágape, omitiendo divisiones de clase si de reunirse a beber se trata; y son, como  buenos caribeños, propensos a romper las hamacas los 365 días del año. Pueblo fecundo, las chivitas y los estromatolitos regulan su pasión erótica desbordada.

El bacalareño es un ser confianzudo. Lejana estirpe yucateca cruzada con cimarrones de todas las geografías, es imposible que siga conservando las buenas formas de la civilización yucateca, donde las jerarquías sociales están presentes hasta en los más pinchurrientos pueblos. El bacalareño, por antonomasia, es un macondiano que cree en la democracia pero al que le aburre seguir la práctica de ella, de ahí que los dominen caciques indecentes vendedores de tortas de cochinita.

Viven entre la ciénaga de la realidad y los sueños más estrambóticos, pero algo les imposibilita su tranquilidad, y ese algo se denomina chisme. El bacalareño es un ser chismoso, vive de y para el chisme, como buen mitómano cuenta cuentos del Caribe. Cuando ya empezaba tenerle cariño a ese pueblo engarzado en la punta sureña de la Península, comprendí que esos ruidos de ratones en la alacena, esas risitas sardónicas y pendejas, era porque el bacalareño estaba tramando algo contra mí, y al no saber de dónde procedía, comenzó histéricamente a preguntar de dónde carajos venía ese pinche “periodista” que tanto pregunta por nuestros usos y costumbres.

Al chisme, que corroe todo el alma del bacalareño, se aúna algo más infantil, el tremendo delirio de persecución que todos, hasta los perros callejeros de ese pueblo, sufren y penan con heroicidad espartana: un bacalareño que se dé a respetar, se cree importante como el Gordolfo Gelatino de la película, necesario para ese pueblo de chismosos y megalómanos perfectos.

Yo no sé cómo pude salir de ese lugar imantado por los estromatolitos y por la maldición del primer Bacalar. Una noche de luna llena, para acabar pronto, a las 12 de la noche, cuando los bacalareños fornicaban vez enésima, boté un cayuco en la laguna, remé lo más que pude, lagartos de recuerdos omitibles me perseguían, crucé a machetazos de remo el canal de los piratas, me adentré en la negrura de esteros y un riachuelo rayado de cocuyos y gritos de saraguatos, cuando al fin divisé las aguas tranquilas de la bahía de Chetumal. Al llegar aquí, en este remanso de soledad, pude comenzar una etnografía de los bacalareños hablando de las profundas diferencias que dividen a esos dos pueblos cercanos al Hondo.

El chetumaleño no quiere a su ciudad, eso es obvio para todos.

El bacalareño considera, siguiendo a la canción, que como Bacalar no hay dos.

Son dos percepciones del mundo sólo divididas por media hora en carretera.

Uno dice que en Chetumal sólo suceden primaveras chetumaleñas, y el otro considera que el ombligo del universo, el paraíso y sus anexas, se origina en Bacalar.

El bacalareño, desde luego, ve al mundo desde las imágenes de su laguna encantada.– Mérida, Yucatán, 23 de junio de 2016.

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