POR GILBERTO Avilez Tax
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Gabriel García Márquez.
Es un hecho comprobado, a la luz de mis investigaciones de los usos y costumbres de los chetumaleños, realizadas durante más de ocho años de convivir con esa especie nativa de peninsulares crecidos en la desembocadura del Hondo, que los chetumaleños son, sin sombra de duda, poch frío:[1] por poquita cosa de fresquito sacan el esquí donde no existen montañas, y se enjaretan los sacos, andan enchamarrados, y hablan ceremoniosos y benévolos por esa frágil tregua que los “nortes” –esos vientos polares que hacen bajar el mercurio del termómetro contados días desde mediados del otoño para quedarse durante el invierno– otorgan en esas tórridas regiones del vaho sempiterno donde hasta las lágrimas se evaporan y la gente siempre anda, literalmente, caliente, o en su defecto, calentones.
Yo he visto a tantos hombres y mujeres de Chetumal perder los estribos por la llegada del primer norte trayendo el frío: cantan, ululan, algunos berrean, hacen cabriolas y son capaces de no embriagarse como acostumbran los fines de semana en el Boulevard de la Bahía, con tal de no perder la oportunidad de tomar un chocolate abuelita. Incluso este prurito por el frío hace mella en las mentes más preclaras y lúcidas de Chetumal, como mi amigo Raciel Manríquez, el poeta, al que tanto admiro y respeto: yo he visto al poeta del rugir de Olarasca caminar a 28 grados a la sombra, una mañana fresca de enero, bufanda al cuello y frente a la bahía, tal vez escribiendo esos sabrosos y epigramáticos versos a la musa difícil.
Yo he visto al filósofo de la calle de las caricias, mi amigo el “ario” nacido en “las casitas de Chetumal”, Julio Madera Esquiliano, componer discursos existencialistas sobre la nieve que, según él, entre las telarañas de una congestión alcohólica, un día vio en las escamas de un caimán dormido del Hondo.
La condición chetumaleña se define abiertamente por su nostalgia por el frío, por el poco frío que puedan tener, encarcelados existencial y climáticamente, en un verano eterno que dura casi los 365 días del año. Cada vez que un norte hace bajar el mercurio en Chetumal, ese día es de fiesta entre los descendientes del antiguo Payo Obispo, y las chetumaleñas, esas mujeres de homéricas caderas, sacan la bota y se achamarran por un principio de fresco que ni a la respetabilidad de una heladez yucateca se asemeja.
Contra mis apuntes sobre la nostalgia del frío en Chetumal, dicen que este “fenómeno” no es exclusivo de los chetumaleños, sino que se presenta en toda la Península, cuyos habitantes, por razones prácticas, sacan a orear sus chamarras de mezclilla “ochentosas” y “gabardinas abuelonas” con olor a naftalina, siquiera una vez al año. Esta caracterización del chetumaleño común, me han dicho, podría generalizarlo a todos los “fashionistas” de la Península, pues el frío, el fresco o la heladez, dice mi amiga Karen, es todo un acontecimiento, un suceso esperado y deseado para sentirse menos habitante del subdesarrollo climático: además, una chamarra, bien calada, hace ver menos la panza picuda de un hombre o mujer que contrarresta el calor cotidiano con los hartos litros de cerveza que consume casi a diario. Sin embargo, hay que ser rigurosos en las definiciones, y decir que el frío, el fresco o la heladez, no son sinónimos: el fresco es saludable, no provoca resfriados, y se presenta cuando las lluvias riegan las tardes, o bien, se inicia en los días de finados, a principios de noviembre. El frío tiene una escala un poco más baja, aunque es soportable con un suéter apropiado. Pero la “heladez”, un frío húmedo como lo ha definido el poeta Fernando Espejo, no se combate con nada porque es un frío que “cala los huesos”, y se da sobre todo en regiones del sur y oriente de Yucatán, así como en el centro de Quintana Roo, y una hipótesis científica sugiere que la heladez es alimentada por el calcáreo suelo, el agua de los cenotes, y el golpeteo de los vientos contra las pequeñas serranías yucatecas del centro de la Península.
Las voces discordantes con mis apreciaciones sobre la nostalgia del frío chetumaleño, dicen que los yucatecos somos más exagerados con los cambios repentinos de temperatura, que somos muy friolentos, y que tomamos café caliente, chocolate y atole hirviendo para contrarrestar las zarpas de la humedad friolenta, y que hemos sido capaces hasta de agrandar la riqueza del idioma castellano, al acuñar la palabra “heladez” para definir nuestro olímpico y aburrido fastidio por el frío infernal: como una orquídea tropical, el yucateco, sin su sol rompe piedras, desemboca en un ser depresivo, triste y sin imaginación. Tal vez sea cierto eso de que somos muy exagerados, pero nosotros no ansiamos el frío como los chetumaleños. Maldecimos el calor, pero no por eso hacemos fiesta, fogatas frente a la bahía, y deseamos la eternidad del frío en el trópico chetumaleño. Hay que decir, también, para explicar esa supuesta exageración del yucateco para quitarnos el frío con doble o triple cobertor, agusanados en la hamaca, que los 40 grados a la sombra a la que estamos acostumbrados casi todo el año, el cuerpo lo resiente cuando cae el termómetro a los 30, a los 25, a los 14 o 9 grados celsius que se presentan en algunos puntos del sur de Yucatán, como los pueblos árticos de Abalá o Tantankín. Nadie salvo los rusos de Moscú y los de Siberia, o los pescadores de salmones de Alaska, puede aguantar lo que nosotros aguantamos con la “heladez”.
La condición chetumaleña, repito, se define abiertamente por su nostalgia por el frío. No por nada los chetumaleños tuvieron un alcalde salido tal vez de una barriada de Macondo, que un buen día decidió mandar a la chingada el calor de la Ciudad de los Curvatos, y poner una pista de hielo a pocos metros de la duermevela palustre de los caimanes del Hondo, frente a lo que en Chetumal se conoce como la “Explanada a la Bandera”. La pista de hielo fue inaugurada el 26 de marzo de 2010, y el alcalde macondiano la visualizó como un portento de todos los tiempos, que reactivaría la alicaída economía chetumaleña, y que pondría en los mapas de todo el mundo a Chetumal, pues con esa pista los científicos, los hombres de ciencia y los cargados de letras y sapiencia de Chetumal, demostrarían al mundo su capacidad portentosa de combatir el calor en plena Semana Santa abrileña con potentes refrigerados que dejaban los tímpanos zumbando a los curiosos que tuvieron el atrevimiento de ir aquella tarde remota en que el alcalde hizo conocer el hielo a los macondianos chetumaleños. Sin embargo, el “oasis en el desierto”, la pista de hielo con la cual el alcalde y su desaforada imaginación estrambótica quería poner a “Chetumal bajo cero” (así fue bautizada la pista), empezó a derretirse apenas y el hielo se había medio compactado: ni los cacharros de refrigerados roncando como si tuvieran piedritas en el esófago metálico, ni enormes ventiladores que se pusieron frente a la bahía para combatir el vaho caliente, ni una gigantesca carpa para evitar los rayos del candente sol chetumaleño, hicieron gran cosa para conservar el frío, pues al principio un charquito se convirtió en una aguada, y la pista de hielo quedó inservible durante 18 días con sus noches tibias después de su inauguración: “las altas temperaturas y el viento de la bahía impidieron que se conserve el hielo”, dijo, en aquella ocasión, el ya desganado alcalde macondiano de Chetumal. Pero los deseos del alcalde no quedaron saciados con un miserable día de frío: a la pista se le pasó unos kilómetros más lejos de la bahía, y el 14 de abril de ese año fue reinaugurada con bombo y platillo. Pero el fastidio ya había ovado en la morcilla de la voluntad del alcalde, pues todos los empeños infructuosos hechos por él, el clima tórrido y los consejos de los más lúcidos, hicieron que su imaginación “sobrehumana” se resignara a decir, que esa Semana Santa de 2010, “sería la primera y última vez que llega a Chetumal una pista de patinaje sobre hielo”.
Hay miles de cosas, lugares e historias para definir a Chetumal. Una de esas es la nostalgia eterna por el frío que sienten sus habitantes.
[1] Es decir, en lenguaje del español yucateco, los pooch frío son los deseosos, ambiciosos, ansiosos de tener frío. Pooch significa eso: ganoso, ansioso, necesitado de algo.